Anderson y Kaiser

Anderson es un niño colombiano de 12 años que ha vivido siempre en el campo. Kaiser es su perro y su mejor amigo, tiene pelaje pardo y pecho blanco.
“Yo le cogí cariño cuando era cachorrito”, dice Anderson. “Él era de mi tía. Como yo era tan apegado a él, un día lo consentí mucho, no quería que se lo llevaran. Me dijeron que si lo quería, que me lo llevara. Me lo cogí y ahí está”.

Anderson, Kaiser y el resto de su familia tuvieron que abandonar el lugar en el que vivían por el miedo a perder la vida en medio de los combates entre actores armados.
“A él no le gustan nada las armas”, dice Anderson cuando se da cuenta de que Kaiser reaccionó gruñendo con desconfianza al confundir las cámaras con armas. “Mira un arma y se larga a ladrar. Ni sé por qué. Cada vez que mira un arma, Kaiser se pone bravo. Cuando pasan personas armadas, él se lanza. Las armas es como que le dan rabia, entonces toca controlarlo porque nos pueden montar problema con eso”.

Anderson es enérgico. Juega todo el día, solo y con Kaiser. Disfruta mucho jugar y es fanático del fútbol. Le gusta recorrer el pueblo en moto con su sobrina e imitar sonidos de pájaros con las manos.
Antes de desplazarse, Anderson y su familia trabajaban en otra finca. “Vivíamos en una casa donde se pone frío en las mañanas”, explica Anderson. “Es bonita, tiene dos pisos y varias matas. El dueño tenía gallinas y al lado había un corral de ganado. Vivíamos tranquilos en la casa y después del conflicto tuvimos que huir”.

“Mira un arma y se larga a latir [empieza a ladrar]. Ni sé por qué. Cada vez que mira un arma Kaiser se pone bravo”.

Su familia tenía un ranchito con cultivos de sandía, melón y limón.
“Me gustaba cuando mi papá sembraba, yo le ayudaba a hacer los huecos; a veces yo metía la semilla y él me decía cuánto de agua tocaba echarle, qué tanto de agua no. Ahí fui aprendiendo a sembrar eso. Mi papá fue el que me enseñó a sembrar cosas”, cuenta con orgullo.
A pesar de la tranquila vida en el campo, en la familia de Anderson, incluso la niña más pequeña sabe que las balas son muy peligrosas.
“Clara es mi sobrina. Está apegada a mi mamá y a mi papá. Uno le dice que les diga abuelos y ella dice que no son los abuelos, son los papás”, cuenta.

Cuando sonaban disparos, Clara, de tres años, decía: “mamá, vámonos que aquí están dando plomo [disparando]”.

Anderson, junto con su madre, su padre, su hermano y su sobrina, huyeron el 15 de octubre de 2021. No fueron los únicos. Ese mismo día, más de 450 personas huyeron de sus hogares en el suroccidente de Colombia como consecuencia de los enfrentamientos armados.
Durante días, él y su familia permanecieron en un abarrotado albergue temporal. Algunas personas allí no sabían si sus seres queridos estaban vivos o muertos. Anderson recuerda que todo era confuso. “En el albergue no se sabía nada, llegaba la noticia de que para abajo se estaba poniendo más feo y que habían desplazado todo el pueblo”.

Los medios de comunicación mostraron imágenes de enfrentamientos entre grupos armados en la zona. Había videos de hombres disparando con ametralladoras pesadas desde las cimas de las montañas que rodean los pueblos. Videos de disparos de helicópteros y bombas que caían desde aviones.
Los niños del albergue dibujaron lo que habían visto y oído antes de salir de sus casas.

“En el albergue no se sabía nada, llegaba la noticia de que para abajo se estaba poniendo más feo y que habían desplazado todo el pueblo”.

Algunos confiaron en que la situación se calmó y salieron del albergue. Varios días después, cuando los enfrentamientos se reactivaron, tuvieron que regresar. “Un muchacho no pudo traer a la mamá porque la señora estaba enferma y no quería salir”, cuenta Anderson.
Los días de Anderson en el albergue fueron largos y aburridos. Los días transcurrían entre recibir las comidas, participar en algunas actividades recreativas y jugar con Kaiser.
“Lo bonito del albergue fue cómo la gente se ayudaba entre ellas, eran amables”, recuerda. “Cuando nos reuníamos con los otros niños nos sentábamos a hablar. Nos decían que tocaba ir a recibir el almuerzo y la comida. Hacíamos cola, nos daban el almuerzo y lavábamos la loza”.

Después de pasar varios días en el albergue, Anderson y su familia buscaron un lugar para asentarse porque no veían que regresar fuera posible. Por suerte, él cuenta: “A un señor se le conmovió el corazón y dijo que nos arrendaba esta casita”.

“Me gusta del campo que uno vive relajado”

La nueva casa está cerca de un pequeño lago con peces, donde Anderson y Kaiser disfrutan jugando.
“Me gusta del campo que uno vive relajado”, enfatiza Anderson. “Me gustaría quedarme aquí, es grande y bonito. Me gusta estar en el parque y puedo andar con mi sobrina en la moto. Por donde estábamos antes, no quiero volver”.

Para la población campesina, el reclutamiento forzado por los grupos armados siempre está acechando a los más jóvenes. Algunos son reclutados a la fuerza. Anderson tiene claro que no le gusta la violencia y prefiere la vida campesina: “Uno trabaja normal, con ganado, lo que tenga el campo”, dice Anderson.

Le gusta cuidar el ganado y ordeñar las vacas, pues fue lo que aprendió de sus padres y de la vida en el campo.


Gracias a la generosidad de la Unión Europea, Anderson y su familia recibieron comida, colchonetas, elementos para mejorar su estadía en el albergue y artículos para la higiene personal. También han participado en actividades educativas y psicoemocionales que les facilitan volver a comenzar.


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