Una pesadilla que se repite

En medio de la noche, Ramón*, con solo siete años, caminaba tan rápido como podía por una selva al norte de Colombia. No sabía a dónde iría. Los adultos se apresuraban para huir del terror del conflicto.


Grupos armados no estatales acababan de asesinar a más de una decena de personas de su pueblo, y todas las personas sobrevivientes huían.
Hoy, veintidós años después, el hijo de Ramón, también de siete años, revive la pesadilla: también se desplazó para salvar su vida.
“En el 2002, yo era un niño, así como lo es hoy mi hijo. Cuando salimos desplazados, perdimos seres queridos, perdimos todo. Si a esto no se le pone un alto [al conflicto armado], también lo vivirán mis nietos”, explica Ramón*.

“Si a esto no se le pone un alto [al conflicto armado], también lo vivirán mis nietos”.

Según la sabiduría Wiwa, la razón de su existencia es la preservación de la naturaleza en la Sierra Nevada; sin embargo, el conflicto armado ha limitado su presencia en el territorio.
Hoy, el pueblo Wiwa forma parte de las más de 4.8 millones de personas (IDMC) que han sido obligadas a desplazarse en el país desde la firma del acuerdo de paz en Colombia.
Hoy, este pueblo lucha por preservar su cultura a pesar del ciclo de violencia que amenaza con extinguir su identidad.

Huir bajo la sombra del miedo

Sábado en la tarde.


La comunidad Wiwa comienza a escuchar disparos y sonidos atronadores de artefactos explosivos.
Con las explosiones, también se activan los recuerdos de la masacre: “Todo lo que pasó hace veinte años no se me olvida. Esa vez mataron a mi papá, a mi abuelo, a mi abuela y a un hermano”, recuerda Cindy*, quien al escuchar los disparos tomó a sus tres pequeños hijos y huyó con su esposo Ramón para evitar que la historia se repitiera.
Tuvo que huir de nuevo.

Sábado en la noche.


Casi 700 personas, indígenas y de veredas cercanas, comienzan a caminar dejando todo lo que tienen atrás. Ramón y su familia solo trajeron la ropa que llevaban puesta y un par de mochilas.

Luego de casi cuatro horas a pie, llegaron a otro pueblo, pero seguían sin sentirse a salvo.

Domingo en la tarde.


Drones de origen desconocido sobrevuelan el lugar y aumentan el miedo. Tuvieron que seguir huyendo.

Lunes al mediodía.
Algunos a pie y otros pidiendo aventón en la carretera desde el día anterior, llegaron a la ciudad sin saber qué hacer.
“Los niños pequeños iban llorando, con hambre y con sed. Caminaban adultos mayores, mujeres embarazadas, cientos de personas resistentes que quieren vivir en paz y dignidad. Si nos hubiéramos quedado allá, esas mujeres embarazadas hubieran fallecido con todo y niños”, relata Ramón.
El desplazamiento es una pesadilla que se repite.

La vida Wiwa en el albergue

Para una persona del pueblo Wiwa es fundamental limpiar el pensamiento: una vez se casan, las mujeres lo hacen a través del tejido con hilo de algodón y aguja, mientras que los hombres lo hacen a través del “poporo”, un instrumento ritual hecho con una base de calabaza y que va aumentando su tamaño con la mezcla de hojas y cal de conchas del mar.

Hoy, más de 700 personas se encuentran desplazadas

Algunas hacinadas en un mismo albergue y otras pocas en el coliseo municipal.

A pesar del hacinamiento, tener que dormir en el suelo o en hamacas, el limitado acceso al agua, las enfermedades y la incertidumbre, tanto hombres como mujeres Wiwa continúan limpiando sus pensamientos a través del tejido y el “poporo” para mantener viva su tradición.

En su tierra natal, las personas Wiwa visten su ropa tradicional blanca, cinturones rojos y mochilas; cultivan comida o cazan en la Sierra Nevada, donde nacen varios ríos.
“Allá vivíamos al aire libre, teníamos el agua, teníamos las plantas medicinales, teníamos nuestra comida tradicional, teníamos nuestros animalitos; no estábamos restringidos como aquí”, cuenta Ramón.

Las condiciones de vida, día a día, se hacen más difíciles.

Ramón y su esposa nos cuentan que varios niños, entre ellos sus hijos y algunos mayores, se están enfermando a causa de la comida, el agua, el clima y el encierro lejos de su tierra natural.
“Yo como madre realmente pienso que a veces se me van a morir mis hijos, encerrados aquí. Nosotros teníamos nuestras plantas medicinales, pero aquí no tenemos nada”, dice Cindy.
El intenso calor del lugar donde llegaron y la imposibilidad de acceder a sus medios de vida, que están a kilómetros de distancia, los hace sentirse en riesgo de perder sus tradiciones.
“Aquí estamos disfrazados. Muchos vestimos con ropa que nos han regalado porque muchos no pudieron traer más que la ropa que llevaban puesta”, explica un hombre mayor de la comunidad.

La ruptura espiritual

“No solo estamos desplazados en el cuerpo, sino también en el espíritu. Hay una interrupción abrupta del trabajo espiritual. Al sacarnos o al matar a nuestros ‘mamos’ [líderes espirituales], también están matando parte de la Sierra Nevada”, nos cuenta Loperena, indígena Wiwa que representa los derechos de las mujeres de su comunidad.
Loperena explica que en el momento que nacen, la placenta de cada Wiwa es enterrada y a ese lugar deben llegar a hacer ‘pagamentos’ —ofrendas de agradecimiento— durante toda su vida.
Su conexión es tan grande que, como consecuencia de la masacre del 2002, la naturaleza también respondió.
“La Madre Tierra cobró toda esa sangre que se derramó. Hubo una avalancha incalculable que arrastró los árboles, hasta los más grandes. Tenemos que hacer nuestros pagos espirituales para que no nos vuelva a pasar algo semejante esta vez”, dice Loperena.
Su preocupación por el desplazamiento actual es profunda: una segunda ruptura espiritual y, con ella, la pérdida de sus tradiciones y la misma naturaleza de la Sierra Nevada.

“La Madre Tierra cobró toda esa sangre que se derramó. Hubo una avalancha incalculable que arrasó los árboles, hasta los más grandes.”

Un albergue temporal

Durante el desplazamiento, el consorcio MIRE+, gracias a la financiación de la Unión Europea, la Oficina para la Asistencia Humanitaria de USAID, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación (COSUDE), brindó ayudas alimentarias con la entrega de 134 paquetes de comida familiares para complementar la asistencia brindada por el estado.

Adicionalmente, se promovieron conocimientos sobre nutrición para mejorar el bienestar de la comunidad dentro del albergue.

Ramón, su familia y toda la comunidad continúan en la lucha por el bienestar de su pueblo. En medio del desplazamiento, siguen manteniendo su lengua y tradiciones mientras sueñan con un retorno digno a su tierra natal.

“Mi sueño es que esto pase y que algún día podamos regresar a nuestro territorio a vivir una vida sana, tranquila y en paz”, nos dice Cindy. Mientras tanto, la ayuda de la cooperación internacional continuará aliviando sus necesidades para tener fuerza cuando sea posible volver a su territorio.

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